En la entrada anterior manifestaba mis dudas sobre el futuro de la Unión Europea: un
proyecto que considero a la deriva por falta de liderazgos y por haber perdido
el espíritu que lo hizo nacer. Y me comprometía a escribir precisamente sobre
eso: los planteamientos cristianos sobre los que surgió la idea de una Europa
unida.
Hace tan solo unos días (el 20 y 21 de febrero)
tuvo lugar en Bruselas un Consejo Extraordinario en el que los Jefes de Estado
y de Gobierno de los 27 se reunieron para debatir sobre el “Marco Financiero
Plurianual 2021-2027”, o sea: el presupuesto a largo plazo de la UE.
Después de más de 24 horas de debate, de encuentros
por bloques de países y encuentros bilaterales, de horas sin dormir, nuestros
políticos no llegaron a ninguna conclusión, y se levantaron sin alcanzar el más
mínimo acercamiento.
Y ante la pregunta sobre qué había pasado, la
Presidenta de la Comisión Ursula von der Leyen, contestó: "Esto es democracia. Tenemos 27 miembros diferentes con 27
intereses distintos".
Una respuesta impoluta: la invocación a la
democracia. Pero la claridad de la segunda parte de la contestación me parece
igualmente significativa. Que la Presidenta del órgano ejecutivo de la UE
considere que cada miembro de la UE tiene un interés distinto es el máximo
reflejo de la pérdida del espíritu que hizo nacer en los años 50 del siglo
pasado primero la CECA y posteriormente la CEE.
Aparte de que nos pueda resultar más o menos
interesante y enriquecedor profundizar sobre quiénes fueron los “Padres de
Europa” y cuál fue su pensamiento político y sobre todo su visión de la
sociedad impregnada de humanismo cristiano, el proyecto europeo surge fundamentalmente
como “reacción” a dos guerras mundiales que arrasaron el continente en menos de
medio siglo, y el deseo de que eso no vuelva a ocurrir. Así lo destacaba Robert
Schumann en lo que se conoce como Declaración Schumann, y que la propia
Comisión reconoce como nacimiento de la UE: “La solidaridad de producción que así se cree pondrá de manifiesto que
cualquier guerra entre Francia y Alemania no sólo resulta impensable, sino
materialmente imposible”.
Un planteamiento basado en dos pilares: la
reconciliación de las naciones hasta ese momento enfrentadas con demasiada
frecuencia por la guerra, o sea el perdón, y la solidaridad entre los pueblos.
Juan Pablo II es otro personaje clave durante el
último cuarto del siglo XX, al que pensadores de todas las ideologías atribuyen
una contribución especial en la caída del Telón de Acero y la unificación
europea. En su discurso en el Acto Europeo en Santiago de Compostela en
Noviembre de 1982 decía: “Y todavía en
nuestros días, el alma de Europa permanece unida porque, además de su origen común,
tiene idénticos valores cristianos y humanos, como son los de la dignidad de la
persona humana, del profundo sentimiento de justicia y libertad, de laboriosidad,
de espíritu de iniciativa, de amor a la familia, de respeto a la vida, de
tolerancia y de deseo de cooperación y de paz, que son notas que la
caracterizan”.
Por eso perder de vista que la construcción europea
es algo más que la construcción de un mercado, y despreciar los valores de
reconciliación y solidaridad que fueron los catalizadores de su puesta en
marcha, está abocado al más absoluto de los fracasos.
Si muchos de nuestros políticos –y quizá de los
propios ciudadanos- no son capaces de ser solidarios ni con los connacionales
de otras regiones, ¿cómo van a serlo con los estonios o malteses por ejemplo? Y
así, ¿cómo vamos a construir una Europa unida? La construiremos sólo hasta que
toque repartir los fondos de desarrollo o de cohesión. En ese momento empezarán
las dentelladas, y volverá a tener razón la Presidenta de la Comisión.
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